VIA CRUCIS
Recuerdo cómo caminar sobre el
agua, como se me había enseñado, y trato de volver mi corazón a su sitio.
“En tiempos de milagros, todo vale”, insiste mi madre. “En tiempos de dificultades es cuando uno tiene que arremangarse y
trabajar duro”.
Miro los halcones en su nido de las
alturas. Me dan envidia, tan majestuosos y llenos de vida.
“Me he quedado sin fuerzas”, reconozco mientras camino. Tanto hacer magia,
multiplicando panes y peces y vino, restañando heridas y devolviendo visión y
vida, me han dejado el alma agobiada.
Cuento los minutos para que mi
padre me absuelva de estas tareas ingratas: dar de comer al hambriento,
proteger niños y animales de todos los tamaños, intentar lo imposible cada
cinco minutos. Tanto trabajo me ha abrumado por demás y me arrugó la cara y los
dedos. Pareciera que tengo cien años, y malamente llego a mi tercera década…
Algunos aseguran que mis milagros
son de fantasía; que apenas soy un mal mago que los Reyes perdieron en su feroz
carrera atrás de la Estrella
de Belén. Eso me consuela; por lo menos aún hay gente que duda y necesita
milagros de gran envergadura: dragones que desaparecen al chasquido de los
dedos, montañas que se mueven, mares rojos que danzan.
Estoy cansado y abatido. Me ha
costado mucho levantarme por las mañanas y empezar el día. Arrastrarme hasta mi
desayuno y quedarme largo rato, pensativo, intentando recuperar mis fuerzas,
mis ideas, los latidos de mi corazón.
El mediodía es mi peor hora. Se me
cierra el estómago, me abruma el calor, mis poros se cierran ante el polvo y la
sequía. Me refugio en la casa de mi madre, donde siempre me espera una cama
fresca, ropa limpia, un baño…
Ante cualquier pedido que llega,
ella soluciona todo en tres minutos. Conocedora de este cansancio, siempre sabe
qué delegar, dejando sobre mi mesa sólo lo urgente: la salud de los más
enfermos, los sueños de los niños, la última luz de los ancianos.
Ella es mi descanso. Beso sus manos
y ella me bendice en el Nombre del Padre, antes de desearme las buenas noches.
“Mañana será otro día”, me consuela. Sabiendo que no me falta tanto para partir.
Subo el Monte de los Olivos,
confiado a pesar de mi pena infinita. El manto se me enreda cada dos pasos,
entorpeciendo mi ascenso.
Cansado y sin paciencia, continúo
mi marcha. Rememorando, a cada paso, lo bello y fácil que me ha sido caminar
sobre las aguas.
Aída Arias
Choele Choel – Diciembre de 2012